sábado, 10 de julio de 2010

VISTAS DE VALPARAÍSO: LA PLAZA DE LA MISERIA

Un poeta me leyó días atrás unos primorosos versos sobre este sitio triste y vergonzante del Puerto. Los que saben hacer versos nos llevan una ventaja enorme, porque ¡es claro! A la emoción del pensamiento se agrega la del ritmo; pero yo creo que también en prosa se puede escribir una página que haga desfilar ante los ojos de los lectores la visión de aquella plaza desolada y humilde, tan característica en su tristeza y abandono.
Abierta en medio del abigarrado barrio del puerto, es como un delta por cuyos bordes corren, como arroyos turbulentos, las callejuelas de los cerros, tormentosas, olientes a mugre y escándalo.
¡La he visto tantas veces! El pacífico y atareado transeúnte que en pleno día pasa por allí, en dirección al trabajo o de vuelta de él lleva demasiada prisa y no tiene tiempo de detenerse a contemplar aquella miseria que nos sale al paso. ¡Qué diablos! No es cosa de perder los minutos en estériles filosofías cuando el trabajo aguarda impaciente, o el estómago canta la canción del apetito. ¡Ah, no, por cierto! Cuando más, habrá oportunidad para colarse en la bodega subterránea y apurar en silencio el sorbo de aperitivo…
¿No la habéis observado, pues? Por las mañanas, junto con el día, se esperezan en los viejos escaños los vagabundos sin hogar, estremecidos de frío, los pobres diablos que en otras partes recogen trapos y que aquí no hacen nada. Pasan luego chivateando por ahí los suplementeros, chillando alrededor del vendedor ambulante que tiene entre ese gremio de desarrapados y pilluelos su mejor clientela. Pasan las maritornes, medio soñolientas, el canasto al brazo, con dirección al mercado. Pasa, erguido en su trotón (las herraduras traquetean en las baldosas, el oficial de guardia… Y pasan también los trasnochadores de aspecto aburrido y gesto de asco, a cuyas espaldas se acaba de cerrar con sigilo la puerta del prostíbulo.
Ella no está nunca desierta. Abierta a todo y a todos, lo mismo de día que de noche ocupan sus escaños hospitalarios la ociosidad, el sueño, la miseria ambulante. Bajo el sol o bajo la luna, acuden allí en busca de amparo los desocupados, los ebrios, los enfermos, los vagabundos, todos los náufragos de la vida. La miseria los arrea, el hambre los amontona por allí…
He visto en las mañanas de otoño tiritando bajo sus gruesos abrigos, en cuyos pliegues se pierde su cuerpo aniquilado, tísicos de rostro cadavérico y brillantes ojos fúnebres. He visto negros, embrutecidos por el vicio y el vejamen, roer silenciosamente su tabaco y escupir al suelo como si quisieran vengarse de los ultrajes de la tierra. He visto mujeres apenas cubiertas por ajados y sebosos trajes ir a arrastrar entre aquellos escaños la melancolía de su abyección, la triste mirada de sus pupilas ojerosas, el desorden de sus cabellos… He visto “bichicumas” de ojos azules y cabellos rubios, chupar silenciosamente la cachimba vacía, soñando con un embarco que no vendrá nunca.
Perros flacos, bestias vagabundas como aquella gente, sin amo conocido, llegan también a guarecerse por allí. Llegan, husmean al aire, miran a hurtadillas, eternamente temerosos del grito o del golpe con que se les recibe en todas partes, y luego continúan su paseo sin rumbo, unos hacia el cerro erizado de conventillos, otros a los basurales a la orilla del mar…
¡Hay allí cabida para todos! En esos escaños vecinos, y aún prestando servicios insignificantes —un fósforo, un cigarro, el diario del día—, se sienta y llega a alternar amigablemente la gente sin trabajo. La miseria los cría y el ocio los junta…
Junto al pillete de sombrero “aniñado” y calzado puntiagudo, suele hallarse también al obrero a quien la huelga o el temporal han dejado sin ir al taller…También suele andar por allí el san lunero. Con el cuerpo malo, se empeña en combatir el escalofrío juntándose los codos y metiendo la mano en los bolsillos. Acaso se siente mordido por estériles y tardíos remordimientos y elabora en medio del forzado ayuno de aquel día formidables propósitos de regeneración.
¡Y la fuente con su pilita lamentable! Con frecuencia, a la tarde, niños paliduchos se acercan por allí, llevados de la mano por sus amas, y se entretiene en arrojar migajas a los voraces pececillos que maniobran en el agua fangosa… ¡Los pececillos rojos! Esos sí que son felices, en el silencio de su vida subacuática, donde nunca se siente el frío, ni el hambre, ni se sufre por el odio de los pobres o por el orgullo de los ricos.
Quizás pensamientos como estos sugiere a los huéspedes de la plaza su rudimentaria filosofía. ¡También da para eso la pobre! ¡Y viérais! Apenas tiene unos cuántos árboles desmedrados; pero os juro que toda la mañana se llena de alegres y despreocupados pajarillos que trinan o chirrian riñendo por una brizna de paja o por su grano de trigo que cayó de la cesta de alguna criada.
Es pobre, es triste, es lamentable aquella plaza. Pero es buena, es amable, es, si pudiéramos decirlo, humanitaria.
Acaso como ningún sitio público de Valparaíso llena su tarea cotidiana. Tal vez algún día el municipio se acuerde de ella para mejorarla o para destruirla… De todos modos, durante su oscura vida, ella habrá llenado su papel y cumplido su misión.
Por lo menos ¡que no le quiten nunca el nombre! Desde su retiro, aquel noble funcionario cuyo apellido lleva, deberá sentirse enorgullecido de esta última repercusión de su vasta obra filantrópica, cuando recuerde que la plaza Echaurren es la Plaza de la Miseria…

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