sábado, 10 de julio de 2010

VISTAS DE VALPARAÍSO: LA PLAZA DE LA MISERIA

Un poeta me leyó días atrás unos primorosos versos sobre este sitio triste y vergonzante del Puerto. Los que saben hacer versos nos llevan una ventaja enorme, porque ¡es claro! A la emoción del pensamiento se agrega la del ritmo; pero yo creo que también en prosa se puede escribir una página que haga desfilar ante los ojos de los lectores la visión de aquella plaza desolada y humilde, tan característica en su tristeza y abandono.
Abierta en medio del abigarrado barrio del puerto, es como un delta por cuyos bordes corren, como arroyos turbulentos, las callejuelas de los cerros, tormentosas, olientes a mugre y escándalo.
¡La he visto tantas veces! El pacífico y atareado transeúnte que en pleno día pasa por allí, en dirección al trabajo o de vuelta de él lleva demasiada prisa y no tiene tiempo de detenerse a contemplar aquella miseria que nos sale al paso. ¡Qué diablos! No es cosa de perder los minutos en estériles filosofías cuando el trabajo aguarda impaciente, o el estómago canta la canción del apetito. ¡Ah, no, por cierto! Cuando más, habrá oportunidad para colarse en la bodega subterránea y apurar en silencio el sorbo de aperitivo…
¿No la habéis observado, pues? Por las mañanas, junto con el día, se esperezan en los viejos escaños los vagabundos sin hogar, estremecidos de frío, los pobres diablos que en otras partes recogen trapos y que aquí no hacen nada. Pasan luego chivateando por ahí los suplementeros, chillando alrededor del vendedor ambulante que tiene entre ese gremio de desarrapados y pilluelos su mejor clientela. Pasan las maritornes, medio soñolientas, el canasto al brazo, con dirección al mercado. Pasa, erguido en su trotón (las herraduras traquetean en las baldosas, el oficial de guardia… Y pasan también los trasnochadores de aspecto aburrido y gesto de asco, a cuyas espaldas se acaba de cerrar con sigilo la puerta del prostíbulo.
Ella no está nunca desierta. Abierta a todo y a todos, lo mismo de día que de noche ocupan sus escaños hospitalarios la ociosidad, el sueño, la miseria ambulante. Bajo el sol o bajo la luna, acuden allí en busca de amparo los desocupados, los ebrios, los enfermos, los vagabundos, todos los náufragos de la vida. La miseria los arrea, el hambre los amontona por allí…
He visto en las mañanas de otoño tiritando bajo sus gruesos abrigos, en cuyos pliegues se pierde su cuerpo aniquilado, tísicos de rostro cadavérico y brillantes ojos fúnebres. He visto negros, embrutecidos por el vicio y el vejamen, roer silenciosamente su tabaco y escupir al suelo como si quisieran vengarse de los ultrajes de la tierra. He visto mujeres apenas cubiertas por ajados y sebosos trajes ir a arrastrar entre aquellos escaños la melancolía de su abyección, la triste mirada de sus pupilas ojerosas, el desorden de sus cabellos… He visto “bichicumas” de ojos azules y cabellos rubios, chupar silenciosamente la cachimba vacía, soñando con un embarco que no vendrá nunca.
Perros flacos, bestias vagabundas como aquella gente, sin amo conocido, llegan también a guarecerse por allí. Llegan, husmean al aire, miran a hurtadillas, eternamente temerosos del grito o del golpe con que se les recibe en todas partes, y luego continúan su paseo sin rumbo, unos hacia el cerro erizado de conventillos, otros a los basurales a la orilla del mar…
¡Hay allí cabida para todos! En esos escaños vecinos, y aún prestando servicios insignificantes —un fósforo, un cigarro, el diario del día—, se sienta y llega a alternar amigablemente la gente sin trabajo. La miseria los cría y el ocio los junta…
Junto al pillete de sombrero “aniñado” y calzado puntiagudo, suele hallarse también al obrero a quien la huelga o el temporal han dejado sin ir al taller…También suele andar por allí el san lunero. Con el cuerpo malo, se empeña en combatir el escalofrío juntándose los codos y metiendo la mano en los bolsillos. Acaso se siente mordido por estériles y tardíos remordimientos y elabora en medio del forzado ayuno de aquel día formidables propósitos de regeneración.
¡Y la fuente con su pilita lamentable! Con frecuencia, a la tarde, niños paliduchos se acercan por allí, llevados de la mano por sus amas, y se entretiene en arrojar migajas a los voraces pececillos que maniobran en el agua fangosa… ¡Los pececillos rojos! Esos sí que son felices, en el silencio de su vida subacuática, donde nunca se siente el frío, ni el hambre, ni se sufre por el odio de los pobres o por el orgullo de los ricos.
Quizás pensamientos como estos sugiere a los huéspedes de la plaza su rudimentaria filosofía. ¡También da para eso la pobre! ¡Y viérais! Apenas tiene unos cuántos árboles desmedrados; pero os juro que toda la mañana se llena de alegres y despreocupados pajarillos que trinan o chirrian riñendo por una brizna de paja o por su grano de trigo que cayó de la cesta de alguna criada.
Es pobre, es triste, es lamentable aquella plaza. Pero es buena, es amable, es, si pudiéramos decirlo, humanitaria.
Acaso como ningún sitio público de Valparaíso llena su tarea cotidiana. Tal vez algún día el municipio se acuerde de ella para mejorarla o para destruirla… De todos modos, durante su oscura vida, ella habrá llenado su papel y cumplido su misión.
Por lo menos ¡que no le quiten nunca el nombre! Desde su retiro, aquel noble funcionario cuyo apellido lleva, deberá sentirse enorgullecido de esta última repercusión de su vasta obra filantrópica, cuando recuerde que la plaza Echaurren es la Plaza de la Miseria…

EL ESTERO DE MALGA MALGA

En los buenos días de otoño y en algunos de invierno, no es más que un hilo de plata. Una hebra cristalina que se encoge y alarga en la voluptuosidad de opulenta curva a lo largo de las crespas sinuosidades del lecho.
En septiembre ya es distinto. Los deshielos hacen fe­cunda la preñez de las barrancas cordilleranas, y entonces el agua se viene cantando serenamente su robusta canción de vida, hasta prorrumpir en estrepitosa desembocadura.
Por cierto que encanta este chorro de bondadosa fres­cura. Como que saben los campesinos de la ribera la fresca­chona bondad de esa agua amable que trae tanto riego para la buena tierra. La margen se llena de tonas verdes. Y entonces los árboles echan lujo de brotes y opulencia de hojas verdiclaras, como es de moda entre los árboles jóvenes por el tiempo de la primavera. ¡Qué bello es enton­ces!
Los campos se ponen bastante mozos. Y hasta poetas. Con esa sana poesía que hay en la apacibilidad de las cos­tumbres campestres y esa sinceridad en el decir que tienen las cosas de pleno aire.
Más al origen (hablo desde el puente que va a la can­cha) esto se pone más triste. Derrames tristones de tona­lidades benignas, tristezas incomprensibles en las curvas del agua, caprichosos recortes de sombras, misterios de follajes no lejanos, suavidades de líneas. Además, susurros, briznas, ruidos imperceptibles.
Y por el noroeste la melancolía de un cerro gris.
Toda mirada que viaja al cerro trae la visión de sus cosas salvajes. Pájaros vagabundos, troncos solitarios, lí­neas quebradas, desgarraduras de la piedra. Y caminos caracoleadores por donde corre la mancha blanca de un ternerillo que berrea... Abajo, muy abajo, la madre le­vanta los cuernos mirándolo... Este adquiere un airecillo bueno porque está en medio de sombreaduras delicadas. Las de una alameda, las de los arbustos enfermos, las de una cicatriz en la piedra, las de los ranchos abandonados y perros vagos que parecen buscarse en el silencio de la altura.
También suele venir una máquina en la visión de la mirada, alguna máquina herrumbrada que tapa la boca de un hoyo inmenso.
Por ahí anduvo la piqueta de algunos gringos ambi­ciosos. Por ahí anduvo el trabajo del minero del bracete con el ensueño. Abajo, muy abajo, después de mucho tiem­po, estos viejos hermanos que se encontraron de mano a boca con el fracaso...
*
—¡Buenos días, Juana!
—¡Buenos días, señor!
Es la casa del jardinero Lucas. Se oye la voz de Teodora, la hija mayor de Juana y la más bonita de la orilla, Canta melancólicamente un airecillo de letra sentimental, y su voz se extiende con esa particular sencillez que reco­ge la voz en los campos:

¡Qué grande que viene el río!
¡Qué grande que se va al mar!
—¿Y Pedro, Juana? ¿En la fábrica?
—Por ahí anda... Se ha puesto tan malo desde que ha agarrao la junta con el hijo de ño Nicasio. Antes no falta­ba el día lunes, y el sábado me entregaba toda la plata. Viera usted, que ya ni sombrero tiene. Ahora, no hay quién lo sujete en la casa. En habiendo trago…
La voz de Teodora sigue cantando melancólicamente.
¡Rio, río!
¡Devuélveme el amor mío,
que me canso de esperar!
¡La pobre Juana! Así, en una chapurreadura de frases cortadas, me cuenta lo que sufre con su hijo Pedro.
—Desde que ha agarrao la junta con el hijo de ño Ni­casio...
Este raptor de jóvenes de que habla la hija del jardi­nero es un muchachón que se trae revueltas a todas las chicas de las chacras. El tipo del peón alegre, inocentemen­te corrompido.
Hace tiempo hablaron mucho de sus amores con la Pintá, una muchacha que baila todos los domingos en las fondas de la Población Vergara. Recuerdo haberla visto una tarde.
Me detuve al frente de la fonda cuando volvía a caballo de un paseo a Concón. Era una muchacha buena, si se quiere, que no tenía otro pecado que el de arreglar sus vestidos y trajes con cierta gracia canallesca. Una santurrona endemoniada.
Espeso cortinaje de pelo negro sobre la frente. La mi­rada con un no sé qué ensoñativo. Llevaba un traje rosa con cintas de un verde chillón, y en sus labios, de expre­sión indiferente, cierta violencia de tonos, sugestiva a pe­sar de infame. Así y todo, no era ella en absoluto la que se cogía a los chicos. Más que nada la locura del baile, la cosa arrebatadora, el tono fuerte.
Nunca he visto mejor que entonces la alegría popular, salvaje, espontánea, brutal, esparcía amarga fuerza de sentir en torno.
Adornos charros, banderas nacionales, bailarinas de papel ordinario, que reían estrepitosamente echando la pierna al aire. Entre dos faroles chinescos una oleografía de comedor pobre, en que un pícaro franciscano guiñaba un ojo mientras sorbía rapé. Más lejos, los mesones llenos de un licor amarillo, sobre cuyo olor azucarado revolotea­ban cientos de moscas.
En medio de todo, la Pintá.
Bailaba, y el movimiento de caderas, que hermanaba con el compás de la cueca, tenía una voluptuosidad que era la más bestial rememoración de los placeres clandestinos. Los hombres, de chaquetas cortas y anchos sombreros, mo­vían cadenciosamente las piernas, entre 'la gloria de los pantalones bombachos, que son el grado insuperable de la elegancia popular. En la actitud tenían mucho de hu­mildad simulada, como para ocultar la riqueza de canalla­das fuertes que sacarían al aire en caso necesario. Otros, con sus ramos de flores lacias colgando del ojal, bailaban con gestos de suprema embriaguez, mirando una cinta verde que interrumpía la curva ncitante sobre el desnudo cuello de la Pintá.
Violentaba más el poder sugestivo de la cueca, el tamborileo en­demoniado que saltaba de una mesa con cubierta de latón y el sonido decrépito de un arpa enferma que, a fuerza de oír frases de borrachos, hacía una expresión semejante.

Lloraré, lloraré...
dime por qué..., ¡ay, sí!
—La copa, señor. ¡La copa me lo ha echado a perder!
*
A lo largo del estero, junto a las grandes piedras que se utilizan en los trabajos de la defensa, revolotean ocio­sas bandas de pájaros. Manchas parduscas brincan al aire. ¡Chíu! ¡Chíu!
Por la inmensidad, las nubes vagabundeando. Abajo, el tono desabrido de las piedras y el tajamar que se prolonga hastiadoramente largo. Por entre los escondrijos de los gigantescos bloques de granito, varios ociosos que juegan al monte.
El día lunes (un día de mucho tedio para los trabaja­dores viciosos) pueblan el hastío de ida cortes abandona­dos las siluetas oscuras de unas cuantos aburridos. Son los que han gastado el jornal de la semana sobre el mos­trador de la fonda dominical. Suelen ser peligrosas esas grotescas amalgamas de ojos descompuestos, hastíos de borrachera, ascos por el trabajo, horror por la fatiga, re­pugnancias de vivir. Esta noche habrá en el hogar muchas lágrimas.
Tendidos en posturas que nunca resultan suficiente­mente cómodas, conversan banalidades tediosas: murmu­raciones interminables, ensueños voluptuosos, comentarios cansados... Y es que ahí sienten el fastidio de una pobre­za que el vicio ha hecho incurable.
Laxitud, aburrimiento, pensamientos oscuros. Si a la tarde pasa un hombre de buen traje o una muchacha que vuelve de compras, seguramente habrá alguna violencia…
—La copa, señor, la copa me ha perdido al chiquillo... Además, la inundación del año pasado nos dejó en la calle...
También esta hebra cristalina de agua, suele tener sus dramotes. ¡Y tan temibles!
Buenos miles de pesos han tirado los decretos oficiales sobre la defensa del estero, buenos miles que el agua ab­sorbe rabiosa cuando el malhumorado caudal de arriba se viene a golpe y escape.
¡Buena que se está la poesía entonces!
Los bueyes ramoneadores dejan el paisaje muy libre dé manchas monótonas y tonos apacibles. Porque se retiran bien lejos, al lado del rancho donde vive el carretero que los unce al yugo y les agujerea las carnes. Entonces llega a contemplar las nerviosidades del estero esa endemoniada neblina que es tan triste.
—Además, la inundación del año pasado nos dejó en la calle...
—'¡Cómo! ¿También este diablín hace tunantadas?
—¡Y bien grandes, señor! El año pasado sin ir más lejos. A Francisco, ¿recuerda, señor? Aquel hombre que an­daba todos los días en la acarreadura, por el camino del Médano... ¡Pues vaya a ver! El rancho, las carretas, los bueyes y el hijo mayor cortaron aguas abajo... Fuera de un curita que se ahogó en la boca.
Ciertamente. Los diarios de Santiago hablaron de esto hace tiempo (me refiero al cura: los diarios santiaguinos no hablarían, probablemente, de la carreta y el hijo de Francisco). La buena mujer no sabe que el curita era un mozo lleno de meritos y de esperanzas. Un mozo tan bueno para decir un latinajo como una galante­ría. Mirada celestial y frase lánguida; ambas como oracio­nes. Como este simpático clerigucho, pocos tan amados. Cualquiera pudo dudar que esos frescos 20 años te­nían diez de Seminario, de prédicas vergarantunezcas; y no de salones hailíferos o displicencias parisinas.
Las aguas le dieron un abrazo estrecho, cordialísimo si no fuera pecado, Y mar adentro jugaron con él lamen­tablemente…
Imposible creer estas picardías de esta agua romanticona, que enseñorea su apacibilidad sobre este agrupamiento delicioso de árboles jóvenes, ranchos agrestes. Imposible, cuando se mira alrededor de las viviendas campesinas, la detalladura sugestionante de los troncos resinosos, cerca de los que hay patos en desperezamiento de alas, gallinas ociosas picoteando la tierra, ropas blancas asoleadas a sol de oro, perros huraños que buscan una postura cómoda, bestias de carga inmóviles, tiestos desordenados, cantine­las de hogar, alharacas de niños y aves.
*
Un silbato.
—¡Cuidado, señor! ¡Quítese!
Por la curva del terraplén se arrastra un traqueteo sordo. Es Laura.
No es ella una muchacha, por cierto, aunque es viva­racha como una moza. Toda pizpireta, pues que es joven, pasa el santo día correteando por la orilla del estero. ¡Tracatric... Tracatrac!...
Esta diablilla es la que trae desde el muelle de la Población Vergara muchos carromatos cargados de azúcar peruana. En el patio de la Refinería le extraen la dulce carga, luego regresa muy descansada; pasa el puente negro (así lo llaman los cha­careros de la orilla, por el color que deja en sus durmien­tes el carboncillo del humo), y ya en el lado opuesto se dispara a todo correr por el campo...
¡Y con qué gracia! El trabajador de la defensa se queda mirándola. La mira largamente. Posiblemente en esas miradas hay un poco de sorpresa y otro poco de dolor, ante estos latrocinios del ingenio humano, que paulatinamente roba el trabajo al brazo del hombre para entregarlo a la mecánica. Y digo posiblemente, porque el estúpido éxtasis con que el labriego analfabeto mira estas cosas, es de una nebulosidad atontadora.
¡Ah! Me olvidaba de que Laura es bonita. El gringo que la maneja debe comprenderlo así cuando se empeña en mantener irreprochable la gentileza de su pequeña má­quina: la calderilla de una perfecta redondez, voluptuosa si se quiere; la trompa desplegada en forma de abanico, la chimenea erguida con la gracia de un cuello femenino. Cuando la velocidad aumenta, derrama en la trocha un re­guero de chispas rubias, mientras que arriba el humo ne­gro ondula como una cabellera oscura. Fuera de la cam­pana, que en los días de harto sol semeja un fragmento de oro, queda por recordar un farol de cristales ahumados donde se guarecen como en una plancha fotográfica las siluetas maravillosas que concurren a la perpetua fiesta del campo.
La curva que hace la línea al acentuar la dirección ha­cia el muelle es inefablemente suave. Laura entra en ella con lentitud, como saboreando las dulzuras de esta línea que la naturaleza ha colocado sobre sus cosas más bellas: los senos de las mujeres, etc.
*
Pleno sol, pleno campo, pleno viento, como dijo el poe­ta. Al crepúsculo, la orilla del estero es un trozo de vida… sugestionador,
Los árboles inmóviles. Junto al puente principal, la si­lueta de un foco eléctrico. Y sobre el globo de cristal sólido, la inalterable firma de fábrica, el reclamo con que la civilización pregona la propiedad de aquella fábrica de ingenio: Lanterne, Haller, Berlin S. Y al otro lado: Lucas Licht.
En pleno campo, un camino. Por ahí anda la mancha agreste de la poesía rural: recuas de borricos que traen muchas cargas de leña. Los campesinos .pobres la cortan en los cerros vecinos y bajan al pueblo para obtener en cambio el generoso pan del día. Acude a la evocación el trabajo de aquellos pobres: un día de sol ardiente perdi­dos en la soledad de los montes, canturreando algún aire triste, mientras los borricos siguen sus huellas con las ca­bezas inclinadas al suelo...
Ya de vuelta, los borricos ensayan un trotecito alegre por el camino gris.
El leñador canta todavía, aunque un aire menos senti­mental y más picante, que ha cambiado por el otro, viejo y triste.
Orillando el estero en dirección al Salto, los alambres del telégrafo. Por entre los altas postes, las mismas ban­das de pájaros ociosos, las mismas manchas parduscas. ¡Chíu! ¡Chíu!
Pleno sol, pleno campo, pleno viento... Allá en el fon­do del paisaje, en la ventana de un chalet moderno divísanse a medias los contornos de una vieja de anteojos que se entretiene haciendo calcetas..,
¡Pleno aire! Creo que así se llamaba un cuadro del po­bre Lantier (La Obra, Emilio Zola), ridiculizado es­trepitosamente en el Salón de París. No lo hubiera sido al coger por tema esto que pueden ver cuantos se den una hora de vagancia por la orilla del estero.
Al mediodía (aire puro, sol de oro) se juntan unos cuantos muchachos pobres en el cauce.
Calzones arriba, pierna desnuda, ánimo alegre, los muchachuelos se hunden hasta las rodillas en el agua. Ella les moja, y esa frescura se mete en la salud, en el ánimo. ¡Qué gritan los chicos cuando se bañan a sol y agua en la inconmensurable libertad del aire libre! Las manos hur­gan el cauce; salen riscos agrietados y piedrecillas defor­mes que los chicos echan al aire y que después caen en un golpe cristalino, levantando sobre la clara superficie miles de chispas blancas. Los gritos, las chuscadas, las risas se confunden al gorgoriteo chapurreado del agua, hasta no haber distingos posibles entre las voces inconscientes de un chiquillo y el chapaleo de la onda. Muévanse los brazos, los ojos, los labios. Insinúanse gestos, ademanes, palabras. De pronto hay risa general... ¿Algún chiste? ¡Nada! El agua, el agua, el agua...
¡Aire libre! Hasta las gallinas que amenizan los ran­chos de la orilla vienen a la bulla... ¡Al estero! Chiquillos pobres, perros flacuchentos, aves alegres, gallinas ociosas... ¡Al estero! Para unos, agua y sol; para otros, desperdicies; para éstos, briznas; para aquéllos, ruidos; y para todos, aire, sol y agua. ¡Al estero! ¡El agua suele cantar, suele reír, suele llorar para vosotros enamorados, alegres o sentimentales! El agua baja de arriba diciendo delicias sin asunto, pero delicias al fin... En el fondo hay muchos ra­yos de sol que se bañan. Y las nubes desfilan formando una procesión subterránea, cristalinamente encantadora, encantadoramente cristalina.
* * *
Entre la puntilla de Miraflores y e1 Salto, junto a una decrépita palma de dos ganchos, hay unas excavaciones que alguien hubiera podido suponer un proyecto de pala­cio subterráneo o un túnel al centro de la tierra... Pues, nada. No son palacios encantados ni túneles inverosímiles. Son unos cuantos hoyos abiertos por la piqueta de otros cuantos hambrientos.
Algún mal intencionado, alguna vieja de imaginación histérica hizo correr la noticia perversa de que allí se ocul­taban seis cargas de plata, dejadas por un español inmen­samente rico, que las huestes de San Martín empujaron hacia España. ¡Segurísimo el tesoro!
¡Y qué cosas tan tristes se vieron! Ambiciosos deses­perados que pagaban peones para cavar día y noche; po­bres diablos que gastaban los sudados ahorros de cinco años; padres de familias que hacían proyectos conmovedo­res: comprar una casa en Miramar, junto a los baños, ¿no? Dotar la hija... ¡No más trabajo, ya! Y hablaban todos nerviosos, las manos temblonas, los ojos agrandados... ¡Y que se irritaban si se les contradecía!
¡Cómo, si hay datos seguros!
¡Segurísimos ya! Como que un mes después había un grupo de caras mohínas, un semicírculo de ojos lastime­ros, alrededor de las excavaciones inmensas.
Las miradas de odio caían en las tenebrosas fauces de los hoyos solemnes. La sombra de abajo recibía inmu­tablemente las imprecaciones de arriba. También se había tragado inmutablemente la casita en Miramar (¿junto a la plaza, en?), la dote de la pobre hija, los ocios de ren­tista, los futuros coches de paseo, los vengativos despre­cios para el enemigo, los proyectos conmovedores, los sudados ahorros de cinco años, los ensueños de súbito cre­cimiento, las fantasmagóricas construcciones de pirotéc­nica imaginativa. Aquellas esperanzas que atravesaban
toda la vida futura al estruendo glorioso de los éxitos mun­danos, entre el campanilleo inconcebible de los millones precipitados al mutismo de la indiferencia humana,
Y de todo aquel mundo de oro creado por el maravi­lloso ¡hágase! del ensueño no quedaban más que las bocas negras de las excavaciones y las carcajadas crueles de toda esa muchedumbre que desfiló por aquellos días a lo largo de las obras fatales.
¡Dios mío! Los árboles inmóviles, las aguas malhumo­radas del estero en crece, las rocas salvajes de los cerros vecinos debieron sentir estremecimiento de compasión cuando por la, orilla del cauce volvieron los fracasados.
Iban con las cabezas inclinadas, mirando el agua... Mirando esa agua que andaba, corría, pasaba sin detenerse ante los paisajes tranquilos y las miserias de la orilla. Mirando esa corriente que se lleva aguas abajo el oro de sus lavaderos lejanos, los ranchos del campesino, los hijos del pobre, confundidos con los sueños idos dí todos los ambiciosos que llevaron sus empresas descabelladas a las entrañas de la tierra.
Las ociosas bandas de pájaros debieron parar su vuelo para verlos pasar.
¡Chíu! ¡Chíu!
Y hasta la gentil "Laura" debió forzar sus calderas para escapar de aquellos suspiros que bajaban con el estero, de aquellas dolorosas miradas que se iban en el agua, de aquellas maldiciones que el eco solemne de los campos tranquilos repetía amargamente de cortejo en cortejo.
Sí, que debió correr la gentil Laura a lo largo de la vía, mientras el gringo enhollinado que es el señor de sus gracias mecánicas, se afirmaba de codo en la ventanilla para contemplar ante el desmayamiento del crepúsculo la inmensa paz que parecía subir de la tierra hasta las misteriosas lejanías de la inmensidad.

Viña del Mar, 1904.